Aunque parezca ciencia-ficción, la verdad es que alguien sigue constantemente nuestros pasos. Dejando de lado el control lejano de satélites o de aviones-espía, cuya sofisticación alcanza hoy límites inimaginables, múltiples cámaras graban a pie de calle lo que hacemos. Si entramos en un gran almacén o en un banco, los controles de vídeo y de sonido continúan allí, captándonos el más mínimo gesto. Ni siquiera el propio hogar es un baluarte en el que podamos sentirnos libres del ojo de ese Gran Hermano al que la tecnología actual permite saber dónde estamos, qué decimos por teléfono o qué mensajes enviamos por internet.
En épocas que parecían ideales para el disfrute de los derechos ciudadanos, resulta que la intimidad está desapareciendo y no hay dato nuestro, por muy íntimo que sea, que no se nos pueda robar impunemente. El terrorismo internacional ha sido la disculpa perfecta que algunos esperaban para, en nombre de la seguridad común, abrir grandes bases de información en las que todo cabe: descripción personal, currículum académico, religión, costumbres, vida laboral y asociativa… Hasta el ADN ha pasado a formar parte, en no pocos países, del enorme almacenaje de reseñas nuestras que se acumulan por ahí y cuya deriva en el futuro resulta imprevisible.
En determinadas circunstancias -no siempre delimitadas con claridad por la ley- la policía puede hacer tomas incluso de ADN, que es nuestro yo absoluto, nuestra descripción más esencial y certera, nuestro espejo de posibles enfermedades hereditarias o degenerativas. Teóricamente, el acceso a datos tan sensibles está reservado a juzgados y comisarías, pero ¿resulta atrevido sospechar que no dejarán de producirse fugas de información? ¿Resulta aventurado creer que el banquero que nos va a dar un crédito o la compañía que se dispone a hacernos un seguro de vida o el empresario al que solicitamos un trabajo apetecerán conocer circunstancias que les ayuden a no jugarse los cuartos? ¿No habrá individuos que pagarán lo que sea por asomarse a la intimidad de las personas?
Qué lejanos parecen ya los tiempos en los que, cuanto se conocía oficialmente de uno, era su nombre y apellidos, su estado civil, su profesión, una huella dactilar y poco más. No existían documentos nacionales con “chip” ni tarjetas magnéticas, ni expedientes secretos. Pensábamos que sólo las dictaduras sufrían la querencia de controlarlo todo, pero han bastado en el mundo algunos atentados y un contexto emocional fuerte provocado para que nosotros mismos hayamos confiado a otros nuestra independencia y cedamos informaciones secretas que nos permiten ser lo que somos.
Lo más “cómico” de esto es que todo lo expuesto se desprende de la trama de muchas de las novelas de ficción de las que hemos hablado en el blog... ¿coincidencia? ó, como dice Vendetta, “las coincidencias no existen, sólo existe la ilusión de creer que existen coincidencias”.
Cada quien decide por si mismo si... Como Alicia, abre los ojos, sigue a la liebre, y toma la píldora roja o la azul…