lunes, 30 de marzo de 2009

Parte 2

Los nuevos ricos chinos 

Según la Academia China de Ciencias Sociales, ya existen unos 10 mil empresarios chinos que han superado la barrera de 10 millones de dólares cada uno. Si uno toma en consideración la corrupción y la economía informal, probablemente la cifra sea varias veces mayor. Y los nuevos ricos chinos, como sus antecesores en los Estados Unidos y Gran Bretaña a finales del siglo XIX, presumen de su fabulosa riqueza a los cuatro vientos. Uno de los nuevos millonarios, Zhang Yuchen, no sólo construyó una réplica del Château Maisons-Lafitte de París, erigido en 1650 por el arquitecto francés François Mansart sobre el río Sena, sino que lo “mejoró” —según dijo— agregándole un jardín de esculturas copiado del palacio de Pontainebleau. “Me costó 50 millones de dólares, porque quisimos hacerlo mejor que el original”, se ufanó Zhang. Otro supermilionario pagó 12 mil dólares por una mesa para la cena de fin de año en el restaurante South Sea Fishing Village, de la provincia sureña de Guangdong. El resto de las mesas de año nuevo del restaurante valían 6 mil dólares. Cuando la noticia salió en la prensa, durante mi estadía en China, otro restaurante quiso sumarse a la ola publicitaria y anunció que ofrecía su mesa principal para la noche de año nuevo por 37 mil dólares. Entre otros manjares, el restaurante de Chongking, en el sudoeste del país, ofrecía una sopa de gallina cocinada con un ginseng de cien años de antigüedad. Tan sólo la sopa costaba 30 mil dólares, se ufanó el restaurante.

En el Changan Boulevard, el tráfico es tan denso como en las otras ciudades más pobladas del mundo, si no peor. De los 13 millones  de habitantes de la capital china, unos 1,3 millones ya tienen automóviles. Y muchos de los coches que circulan por la Changan son Audi. —el favorito de los empresarios y altos funcionarios, que cuesta unos 60 mil dólares—, Volkswagen Passat y Honda. Según el China Daily, el periódico destinado a la comunidad de extranjeros en China, las ven-tas de automóviles de lujo se han disparado en los últimos cinco años: Mercedes Benz ya vende unos 12 mil por año, BMW alrededor de 16 mil, y Audi unos 70 mil. La demanda interna por autos de lujo ha crecido tanto que Mercedes Benz se ha asociado con un grupo chino para montar una planta que a partir de 2006 tendrá capacidad para fabricar unos 25 mil Mercedes por año en China.

Y la gente por las calles parece mejor vestida que en Nueva York o Londres. Gracias a la gigantesca industria de la piratería, por la cual los chinos producen un porcentaje de sus bienes por encima de los pedidos de sus clientes, y luego los venden en China y en el mercado negro internacional por una fracción de su precio, la gente en las calles de Beijing y las otras grandes ciudades parece estar estrenando ropa constantemente, como si el país entero estuviera saliendo de las navidades todas las semanas. Los chinos han cambiado el traje Mao por el Armani pirateado, o alguna de sus versiones locales. Hasta en los barrios de clase media baja y pobres de Beijing, uno ve gente en ropa barata, pero casi siempre nueva. La primera impresión de cualquier visitante en Beijing, sin dudas, es de perplejidad total por la rapidez y el entusiasmo con que un país que hace tan sólo veinte años era conocido por sus hambrunas y su cerrazón al resto del mundo se ha convertido del comunismo al consumismo. Y, como me lo señaló Xu Yiiin, un veterano traductor que había pasado los mejores años de su vida en Cuba traduciendo a Mao al español, la segunda impresión de Beijing a menudo es de aun mayor asombro que la primera: “La gente que vuelve después de cuatro o cinco años no puede creer todos los nuevos edificios y avenidas que se han construido. Aquí, las autoridades municipales deben rehacer los mapas cada seis meses”. 

El monumento al consumidor 

En mi primer domingo en Beijing, antes de iniciar mi semana de entrevistas en la capital china, hice la visita obligada al Palacio Imperial en la Ciudad Prohibida, el majestuoso complejo de ocho kilómetros de largo desde donde habían gobernado veinticuatro emperadores de las dinastías Ming y Qing durante varios siglos, hasta el año 1911.

El Palacio Imperial había sido construido en 1406, frente a lo que es hoy la Plaza Tienanmen, y había sido preservado por la revolución comunista de 1949 como un testimonio del pasado Imperial chino. Ahora, es visitado por millones de turistas por año. Los catorce majestuosos palacios de la Ciudad Prohibida —casi todos con nombres como “Sala de la Suprema Armonía”, “Sala de la Pureza Celestial” o alguna variante del mismo tema— estaban maravillosamente preservados, a pesar de haber sido construidos en madera y haber sobrevivido a varios incendios. Hubo dos cosas que me sorprendieron, además de lo inmenso de los palacios en que vivían los emperadores chinos y sus concubinas, que en el caso de uno de ellos llegaban a tres mil. Como latinoamericano, al contemplar la sofisticación arquitectónica de la ciudad imperial, con sus edificios de paredes rojas con ornamentos azules y verdes, y sus techos arqueados adornados con esculturas en cada uno de sus vértices, no pude dejar de pensar que cuando Colón descubrió América, los emperadores chinos ya vivían desde hacía casi un siglo en una ciudad tan avanzada como ésta.

La segunda cosa que me sorprendió, como recién llegado a Beijing, tenía más que ver con la peculiar naturaleza del comunismo chino, o lo que quedaba de él. En cada palacio había un gran cartel de madera explicando, en inglés, el año de la construcción y una breve historia del edificio. Y abajo de todo, chiquitito, con fondo azul y letras blancas, había un rectángulo con la inscripción: “Made possible by the American Express Company”. En la China de hoy, el Partido Comunista conserva los palacios de la dinastía Ming, y deja las explicaciones a los turistas en manos de American Express.

En la ciudad de Shanghai, una metrópoli comercial de unos 16 millones de habitantes en la desembocadura de la cuenca del Yangtzé, sobre el océano Pacífico, todavía queda un gigantesco monumento a Mao, con la mirada en el horizonte, sobre el río Hangpu.

Pero la escultura más visitada en estos días es el nuevo monumento al consumidor que acaba de construir la ciudad a pocas cuadras de allí. En la entrada a la Nanjing Road, la calle peatonal donde se encuentran las principales tiendas comerciales de la ciudad, y por donde caminan a diario cientos de miles de personas, hay dos esculturas de bronce de tamaño natural, que le dan a uno la bienvenida al corazón comercial de la ciudad. Ninguna de ellas es el clásico Mao, con la frente en alto, enarbolando la bandera roja al viento, con sus discípulos cargando fusiles al hombro detrás de él. En su lugar está la figura de una mujer caminando con similar orgullo, pero con dos bolsas de compras en una mano. De la otra mano, la mujer lleva a su hijo, un adolescente sonriente con una mochila en la espalda, que en vez de un fusil tiene una raqueta de tenis sobre el hombro.

El gobierno de Shanghai no llama oficialmente a la escultura un monumento al consumidor, pero los habitantes de la ciudad así la conocen. La placa conmemorativa, en una piedra rectangular de dos metros de ancho, sólo dice que la calle peatonal fue diseñada por el arquitecto francés Jean-Marie Charpentier en 1999, e inaugurada por el gobierno popular de Shanghai. Pero por si a alguien le cabe alguna duda sobre el simbolismo de la escultura, al final de la avenida peatonal, diez cuadras más adelante, hay otro monumento similar del mismo artista, con el mismo tema. Muestra a una pareja con bolsas de compras en la mano, el padre con una cámara fotográfica colgada del pecho, mientras la hija —feliz— lleva media docena de globos. Mientras miles de turistas chinos llegados de todas partes del país se toman fotos al lado del monumento al consumidor con sus nuevas cámaras digitales, Mao permanece solitario, mirando al río, con un aire que uno no puede evitar interpretar como melancólico. 

CONTINUARA EL PROXIMO LUNES…